EL ARTE DE SER SOLTERO
Desde que comienza la faena del día es muy difícil hacerte a la idea que pronto pasará el tiempo y todo terminará más que excelente.
Te levantas con ganas de no hacerlo, untas tus pies descalzos al piso frío buscando un calzado cómodo para dirigirte al baño, vas al espejo y la primera imagen que se dibuja es la de alguien que desconoces: con los años acuestas, con la vida entrelazada en los sueños furtivos del ayer. Abres la llave de la regadera y comienzas a desvestirte de esas sin ganas de cada mañana, descubres tu cuerpo desnudo y te parece tan igual a todos los días, quizá una arruga más, una estría, un deseo muerto de la pasión no llegada. Sientes el agua caer por tu cuerpo, entre lo frío y lo caliente no distingues la flacidez de la rutina que está a punto de ser emprendida. Dejas que el agua acaricie tu cuerpo sin darle mayor importancia, si se la das, justo en ese momento, las horas pasarán y no tendrás ganas de ir a trabajar; lo haces como un arte rutinario, comienzas por jabonar tus cabellos, después el cuerpo hasta dejar que se deslave esa soledad que llevas impregnada en la piel, la piel de un deseo ya casi muerto. Cierras la llave, sales de la regadera y ves escurrir los anhelos de aquellas noches sombrías, coges una toalla y secas las escamas pasadas. Sales del baño, vuelves a ver tu rostro en el espejo y aunque está vez ya está limpio lo sigues percibiendo igual que antes, triste, desolado. Te sonríes a ti mismo para darte ánimo y continuas con tu tarea establecida.
Eliges la combinación perfecta para ese día que incluye un estado de ánimo del día correspondiente. Ya con el maquillaje de cualquier actor a escena, sales de tu recamara, pones a cocer el café que nunca bebes y preparas el desayuno que nunca tomas, ves la hora en tu reloj, y como siempre, se te ha hecho tarde.
Revisas tu bolso, encuentras todo en orden y sales de casa. Eliges las llaves que previamente has ordenado para economizar tiempo, cierras la casa, el cancel y partes a tu trabajo. Mediante enciendes el coche buscas la estación que deseas escuchar en tu travesía por la ciudad pero nada te satisface, prefieres apagarlo y encender a su vez un cigarro. Los cigarros toman el lugar de todo lo insatisfecho, la radio, el apetito, la comida, el sexo, la ansiedad, la espera, etc.
Tratas de manejar con precaución pero la ciudad está vuelta una bestia, coches huyendo de un lado a otro, como queriendo alcanzar la última herencia de la tía solterona que no tuvo tiempo suficiente para gastar su fortuna. Te enfrentas a mujeres al volante que resultan ser mejores que los hombres: manejan, se maquillan, hablan con los hijos que llevan a la escuela, contestan el celular y aún se las ingenian para no cometer ningún accidente y salir ilesas como cada día. Los hombres son otro caso, los ves aferrados al volante sin despertar del todo siquiera, se aferran a no dejar pasar a ningún otro a su carril, se aferran a no avanzar, se aferran a no respetar las señales de tránsito y para colmo se aferran a ser infraccionados por el primer agente de tránsito que desde muy temprano espera su comisión diaria.
Observas a tu derecha, a tu izquierda y notas que en esta ciudad la gente no sonríe por las mañanas, todos serios, todos mustios, todos enfadados por trabajar o por cumplir con obligaciones impuestas. Revisas tu rostro por tercera vez en el retrovisor y te sonríes, no quieres ser parte de la masa. Anuncias tu llegada al trabajo repasando lo que debes hacer para ese día.
Después de un tránsito interminable llegas a tu destino, apagas el coche y el cuarto cigarro que estabas fumando, coges tus cosas, y bajas del coche cual ejemplo de la llegada del personaje más importante de la historia. Bajas airosamente y emprendes tu apresurado caminar para alcanzar los últimos minutos del sistema fascista. Saludas a la gente que te encuentras en los pasillos, llegas hasta tu lugar donde la creatividad se apodera y te nombra como autoridad en ese específico momento, en ese específico espacio, el único espacio que te corresponde dentro de esa empresa.
Mientras realizas las tareas diarias te tomas el tiempo para pensar, -cosa burguesa para estos tiempos, ¿no?- Piensas en los ayeres y en las futuras nostalgias que anhelas tener. Recorres las cosas que necesitas y difícilmente recorres las que te sobran. La gente no espera nada de ti, tú no esperas nada de ellos, pero sigues cumpliendo con tu libertad de ser. Sin querer pensar en ello y cuando menos lo imaginas el olor del café de la mañana llega hasta tu estómago y sólo hay una cosa por hacer, ir por él y saborear aunque sea el sabor de un café recocido del día anterior, adivinas la marca y a pesar de no ser de tu agrado agradeces a la vida la satisfacción de poder beber ese elixir exquisito.
El mediodía llega tan rápido como lo esperas, es hora del almuerzo, sales de tu cubículo y tomas como almuerzo tu manzana reglamentaria con tu cigarro establecido, ya es como el séptimo o el octavo, cada vez que enciendes recuerdas a la tía Catalina que te moraliza y te da cátedra sobre los efectos nocivos de este vicio tan perfecto, pero aún así lo enciendes, lo inhalas y exhalas las bocanadas riquísimas que tanto te gusta porque sientes en el pecho, en tu respiración, la adrenalina al sentir que se te va un poco más de vida. Ves el sol ponerse y a la vez nublarse, como es tan peculiar en esta ciudad, sabes que amaneces con el invierno, pasas por la primavera al mediodía, llegas al verano en la tarde y justo al caer la noche sientes ese viento otoñal que te hace sentir como en casa.
Al llegar la tarde, como cliché de novela antigua, lloras el día que se termina, lloras los amores frustrados, los amigos perdidos, los sueños olvidados y deseas el día de mañana rescatar a cada uno de ellos. Después de reponerte un poco y ver hacia delante agradeces a la vida casi casi en silencio las cosas que llegan por sí solas y que hace de tu día el más bello entre todos.
Es hora de regresar a casa, te despides de quien encuentres a tu paso, incluso a la gente que aún no conoces, les deseas una buena tarde, una buena noche, una buena vida y sales satisfecho de completar un día más. Haces hasta lo imposible por cambiar tu rutina, eliges una película en el cine, un barecito donde tomarte una cerveza, una copa de vino, un martini seco o un whisky en las rocas; marcas a dos o tres amigos para cumplir con tu obligación como tal, los saludas, preguntas cómo están y te despides con un hasta pronto.
Es hora del décimo tercer cigarro y de nuevo la conciencia que grita en voz de la tía, pero logras evadirla con la canción que acabas de programar en tu reproductor de música.
Llegar a casa es la peor de las nostalgias, entras a ella y ves todo vacío, la sala, la cocina, el comedor, la recamara. Intentas cenar algo pero sientes ese hueco en el estómago que te hace sentir un tanto más triste, prefieres evitar el alimento y optas por el casi último cigarro que queda en tu cajetilla.
Por quinta vez vas al espejo, te observas detenidamente y te das cuenta que el día te hizo hacerte más viejo, ves las experiencias adheridas a tu piel, ves el cansancio de la vida untada a tu mirada, pero ves detrás del espejo, las ganas infinitas de ser positivo y esperar el día siguiente que sea exactamente igual para poder tener las mismas ganas de encontrar una sorpresa el día de mañana.
Desde que comienza la faena del día es muy difícil hacerte a la idea que pronto pasará el tiempo y todo terminará más que excelente.
Abyss Borboa
Miembro Utopico